Por Jorge Marquez (Politólogo y docente universitario)
Nos lleva puestos. De alguna manera, sucede. Por más que intentemos mantenernos ajenos, el mundial, nos lleva puestos. Así, una multiplicidad de causas cómplices, sospechadas de adormecer nuestras preocupaciones cotidianas, nos incluyen en una dimensión paralela a la rutina.
La alegría se focaliza en el juego de once muchachos con una pelota, cuyas motivaciones, es posible, disten de las que suponemos. Pero no nos importa: la sentencia de los ídolos será nuestra suerte y condicionará nuestro frágil humor porque se enciende la ilusión como horizonte. Y aparecen héroes que no bajarán del Olimpo, sino de autos alta gama, blandiendo contratos millonarios firmados con quienes manejan la mitología sin pudores.
Aun así, un componente mágico se apoderará de nosotros. Sin contradicciones, en un campo dominado por el marketing y el poder, rezaremos a dioses paganos, mientras repetimos cábalas sin interesarnos en que la mecánica que mueve los hilos es indiferente a nuestras súplicas.
Sabemos, según postulaba Norbert Elías, que el deporte es una construcción social, relacionada con tensiones controladas, economía, industrialismo y necesidades de estímulo a los trabajadores fabriles que tenían derecho al ocio, pero que a la vez debían estar contenidos. Y más allá de que para algunos teóricos, los deportes reemplazaron a las guerras, hoy, el fútbol, es una gran maquinaria atravesada por la economía, el poder, escándalos, muertes y barrabravas mediáticos. Es parte de lo que somos, más allá de nuestros ideales y nuestras calidades humanas. El mundial del 78 se obtuvo, con las consabidas sospechas, durante la más cruenta de las dictaduras vernáculas: éxito deportivo en la tragedia social.
Recordemos también que no hay países pobres campeones mundiales, aunque sí, aquellos que sostienen procesos que logran ampliar probabilidades de avances deportivos. En estos casos, existe planificación, trabajo, perseverancia y organización.
Llevándolo a la política, podríamos afirmar que cuando una sociedad debe recurrir a la idea de la magia como salvación, renuncia a creer en categorías indispensables para su desarrollo.
No somos mágicos, de ninguna manera, y el milagro siempre nos lo deben. En términos de particularidades y haciendo una analogía con la selección, sería difícil pensar en futuros venturosos, observando los dirigentes que conducen este proceso.
Mientras postulo esto, a manera de exorcismo, busco en el viejo baúl de los recuerdos — parecido a los de las viejas películas donde los protagonistas van por su viejo Colt, después de haber jurado no volver a usarlo—.Allí dejé una estampita a prueba de olvidos, la guardé con la intención de que me recuerde que no existe la suerte para los pueblos, más allá de que soñemos que Dios es argentino, y que alguna vez, supo usar la 10 en su espalda.