(Por Christian Skrilec)
“El kirchnerismo no gana una elección intermedia desde el 2005”. La frase empieza a repetirse como un mantra por los más variados comunicadores y políticos sin distinción de credos. Es que dicha afirmación es inapelable desde lo formal, y puede usarse con varios significados y sentidos: como amenaza, como advertencia, o como justificativo.
Si bien es cierto que el peronismo kirchnerista no se impone en una elección intermedia en la provincia de Buenos Aires desde el recordado triunfo de Cristina Kirchner sobre Hilda “Chiche” Duhalde, las subsiguientes derrotas en las elecciones intermedias tienen contextos particulares.
En el 2009 el oficialismo K se enfrentó contra un armado panperonista que encabezaba el mediático Francisco De Narváez, e incluía peronistas bonaerenses como Felipe Solá sumados a los primeros ensayos del Pro en territorio bonaerense, vale recordar que la lista se denominaba Unión-PRO. La elección tuvo el condimento disruptivo de la candidatura del expresidente Néstor Kirchner, el enfrentamiento con los sectores del campo por la afamada 125 y las candidaturas testimoniales del gobernador y los intendentes.
En el 2013 el oficialismo chocó contra sí mismo. Inspirado por la potencia electoral bonaerense y el reconocido oportunismo de los intendentes, Sergio Massa concibió el Frente Renovador, y con el argumento de evitar la reelección permanente (“le decimos que no a la Cristina eterna” repetía por entonces el Intendente de Tigre), se impuso en las parlamentarias.
En el 2017 el peronismo-kirchnerismo era oposición, lo que se traduce en no contar con el aparato de gobierno para la disputa electoral, lo que implicaba menos recursos, menos medios, menos cargos para repartir y especular. Además, todavía el Frente Renovador se presentaba como alternativa. Cristina Kirchner perdió con Esteban Bullrich, quien representaba a un gobierno PRO cuyo rumbo era negativo pero había logrado vender la ilusión de futuro y mantener una expectativa sobre su gestión.
Esta síntesis imperfecta vale sólo para argumentar la particularidad de los contextos, en todos los casos, para el kirchnerismo, esas derrotas implicaron cambios estratégicos para la elección siguiente con consecuencias dispares. Analizando consecuencias, también de manera imperfecta, podría decirse que tanto en el 2009 como en el 2017 el lujo de la derrota le salió barato al kirchnerismo, mientras que el costo del 2013 fue realmente cuantioso.
¿Cuánto cuesta una derrota en el 2021?
La respuesta inmediata es que cuesta demasiado. Los porque están en el contexto. En el 2009, pese a la derrota, el kirchnerismo tenía un menú surtido y contundente de logros para exhibir en la elección siguiente. En el 2013, cuando la derrota salió cara, arrastraba el desgaste de más de diez años de gobierno, una oposición que comenzaba a amalgamarse y una exposición negativa en demasiados frentes. En el 2017, pese a perder en la Provincia por un margen exiguo, mostraba que pese a la campaña furibunda en su contra, el kirchnerismo estaba vivo y expectante ante un gobierno macrista que se encaminaba al desastre económico y social.
Ahora, en el 2021, estamos en un escenario completamente distinto. La administración oficialista, sólo cuenta con dos hechos centrales para enfrentar la elección: el plan de vacunación y la memoria a corto plazo. El plan de vacunación será eje en el debate, para los que consideramos que es exitoso dentro de las posibilidades bonaerenses, debemos aceptar que el número de fallecidos a nivel nacional será una carga que condicionará ese éxito y su presentación. Respecto a la memoria a corto plazo, la que seguramente evocará el oficialismo para que los votantes tengan presente el derrumbe del último bienio de la gestión Cambiemos, chocará con un presente que sigue condicionado por una crisis económica apretada por la inflación.
No obstante a este panorama complejo, parece francamente imposible que el Frente de Todos pierda las elecciones en la Provincia de Buenos Aires. Esa si sería una derrota cuyo lujo el kirchnerismo no puede permitirse, ya que lo expondría con una debilidad extrema para seguir gobernando. Pero a pesar de las operaciones mediáticas y políticas, la propia oposición admite que reducir a la mitad la diferencia negativa que dejó Vidal después de su mandato sería una derrota para festejar. Resumiendo numéricamente, perder por menos de ocho puntos sería para Cambiemos una razón para entusiasmarse, mientras que al oficialismo le permitiría festejar medidamente el triunfo y le dejaría al suficiente margen para corregir errores.
Predecir el futuro en la Argentina es un arte que supera a la adivinación y no hay modelo matemático ni algoritmo que tan siquiera pueda arrimar la bocha a lo que vendrá, eso sí, con el resultado puesto, las variables se achican, y pronosticar los vaivenes de los próximos dos años no dependerá tanto del azar o de la magia.
Gracias por leer.