Por Jorge Márquez (Politólogo y docente universitario)
Solibou llegó en el 2013, escapando de la violencia y la pobreza en Senegal.Un primo le dijo que viniera, había un grupo de compatriotas ya instalados. Acá las cosas todavía marchaban y hasta se juntaban a jugar a la pelota los domingos.
Para poder ser parte del sueño argentino tendría que juntar suficientes francos CFA: comprar el pasaje desde Dakar a Quito en avión y luego trasladarse en micro por Perú y Bolivia.
Un salto sin red: nadie promete felicidad en el camino a una Meca desconocida.
Tan solo debía aprender, cómo se pudiera, un idioma diferente al francés o al wólof, para poder vender, porque la venta de bijouterie daba para vivir y mandar una ayuda a la familia. Allá siempre necesitan y esperan la asistencia económica de los que se van buscando horizontes calmos y prósperos.
Años después, Solibou vende zapatillas y remeras en la calle. La plata que obtenía con la maleta con relojes, ya no alcanza.
Resignado, menciona que es muy difícil conseguir trabajo y que no puede aspirar a estudiar: solo se trata de sobrevivir y seguir colaborando.
Cuenta, y le brillan los ojos, que llegó a tener un auto con el que recorrió medio país en busca de carnavales con público alegre, ese que gasta.
Pero ahora no. Ahora hay que aguantar y ver qué pasa en diciembre, porque mil pesos, que equivalen a algo así como 15 mil CFA, son cada vez más difíciles de juntar.
De todas maneras, dice que no añora: los enfrentamientos permanentes en Senegal hacen que la Argentina parezca un lugar tranquilo. Aquí no se grita ni mata tanto, hay más libertad y las mujeres pueden vestirse como quieran.Tampoco es tan férrea la tradición, comenta.
Por eso, algunos maltratos se ignoran más rápido.
Me recomienda, si viajo a su tierra, que vaya a lugares amigables como Saint Louis (primera capital del país) o Saly, lugar de turismo. Me alerta de no ir a Casamance: algunos paisajes de ensueño siguen vedados por las guerrillas y la locura.
Solibou es educado, cree que “hay de todo en todas partes”, por eso, usa otra vez la frase mágica, tan Argentina: “Hay que aguantar”. Y no discutir con nadie, aunque la calle sea un lugar áspero en el que se trabaja de 9 a 20.
No dudo que se adaptó a fuerza de acostumbrarse a descortesías. Menciona que la cumbia y el reggaton le gustan, que disfruta de sus amistades argentinas y que hasta se hizo hincha de San Lorenzo, “porque el día que lo vió, jugó bien”.
Me habla de arroz y un plato espejado que comía junto a su familia, de una cultura influenciada por Francia (Senegal se independizó formalmente en 1960) y de hermanos disgregados por continentes lejanos.
Un observador desprevenido pensaría que después de cinco años, la nostalgia se evaporó en el ruidode las estaciones conurbanas. Sospecho que algunos vientos de la maravillosa África, cada tanto, le traen mensajes de un mundo que debería haber sido diferente.